En ese golpe ronco de las palmas -Oh, princesa tortilla, combinable en sabores y en la elevada sal de sudor cotidiano- la carne del maíz se amolda y enriquece. Perversa indecisión que impone el taco, a sus rellenos múltiples, sujeto; y en su íntimo calor su vida breve, la rústica nobleza de las augustas reses: el seso, inteligencia de llama desde lejos con su vapor sabroso, que se reparte en nubes; la ríspida textura de la lengua juiciosa, la lujosa oquedad de tripa y de suadero. Plato de la urbe múltiple y del campo, alrededor de un fuego nutritivo (por si la democracia busca ejemplos), hermanados en cruda, nocherniega y ombligo. Viva el aceite hirviendo y los cuchillos que fragmentan la carne y la madera; y el arte de comer, como Dios manda, con reverencia, el taco repartido.